El ministerio de intercesión dentro de la iglesia es un grupo de creyentes dedicados a orar de manera constante y específica por las necesidades de la congregación, de los pastores, de la obra misionera y de las situaciones que afectan a la comunidad, el país y el mundo. Un texto clave para este ministerio es Ezequiel 22:30: “Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé.”
La intercesión es un acto de amor y entrega. Es más que una simple oración: es ponerse en el lugar del otro delante de Dios, clamar por sus necesidades y creer que el Señor tiene el poder de obrar aun cuando esa persona no tenga fuerzas para pedirlo. Cuando intercedemos, imitamos el corazón de Cristo, quien vive para interceder por nosotros (Hebreos 7:25). Él es nuestro modelo perfecto de intercesión, porque constantemente presenta nuestras causas delante del Padre.
La intercesión nos lleva a salir de nuestro propio mundo de preocupaciones y enfocarnos en el bienestar espiritual, emocional y físico de los demás. Es un ministerio silencioso, muchas veces invisible, pero poderoso en lo celestial. Cada oración intercesora es como una semilla sembrada en el trono de Dios, que en su tiempo dará fruto. Ezequiel 22:30 nos recuerda que Dios busca hombres y mujeres que se pongan en la brecha, que levanten vallado en favor de la tierra.
Ser intercesor es responder a ese llamado, decir: “Señor, aquí estoy, úsame para orar por mi iglesia, mi familia, mi ciudad y mi nación”. La intercesión no requiere elocuencia, sino un corazón sensible, dispuesto a cargar las cargas de otros en oración. Es una tarea que demanda perseverancia, fe y amor.
Hoy más que nunca, la iglesia necesita intercesores: hombres y mujeres que doblen sus rodillas y levanten sus manos por aquellos que no pueden o no saben hacerlo. Porque mientras la iglesia ora, el cielo se mueve, las cadenas se rompen y la voluntad de Dios se cumple en la tierra.